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Historias invisibles y saberes en silencio

Historias invisibles y saberes en silencio

Ante el propósito de escribir sobre la contribución de las mujeres a la ciencia, debo reconocer que en un primer momento pensé en tratar sobre la aportación profesional de las arqueólogas, por cercanía y accesibilidad de la información, supongo. Pero he desistido porque han sido y son tantas, y tan relevantes, que estas líneas corrían el riesgo de fracasar antes siquiera comenzar y de intentar argumentar que hubo o hay grandes figuras en la investigación y la docencia de esta materia.

También porque las cosas pueden perder su sentido por falta de dimensión, y se necesitaría un espacio mucho mayor que este para referir una lista aproximada, en la que estén al menos la mayoría de las que son y han sido. Además, de darles nombre y rostro ya se ocupan otras iniciativas muy meritorias[1].

Y otro tanto ocurriría si, por ampliar el marco, nos quisiéramos acercar a las investigadoras, estudiosas o profesoras de historia, de ciencias sociales y esas materias que hoy se refugian en el concepto difuso de “humanidades”, como si “las ciencias” -otro concepto borroso- no tratasen en última instancia de asuntos de humanos o para los humanos. Quizá deberíamos empezar por reconocer el error de considerar menos científicas a quienes han desarrollado sus contribuciones metodológicas y prácticas a los saberes históricos, geográficos, estéticos, filológicos, documentales o lingüísticos, por ejemplo, que las que se dedicaron a las matemáticas, la física, la medicina o la ingeniería.

No en vano, para nuestra cultura occidental, los primeros fundamentos conocidos de la ciencia se apuntalaron desde la filosofía griega, materia que exploraba las leyes y principios del mundo y pretendía ofrecer razonamientos deductivos y principios universales, ya a partir del siglo VII a.C.

Y, para que no se diga, empiezan a surgir entonces algunos pocos nombres femeninos que se cuelan junto a los de los célebres Platón, Tales de Mileto, Pitágoras, Aristóteles o Arquímedes, aunque sean mucho menos conocidos; Téano de Crotona (s. VI a.C) destacó en medicina, matemáticas, geometría y filosofía, siempre citada además como esposa de Pitágoras; Agnódice o Hagnódica, que fue una famosa ginecóloga y partera en la Atenas del s. IV a. C., y hubo de disfrazarse de hombre para estudiar y ejercer la medicina, actividad entonces ilegal para las mujeres, lo que le causó no pocos problemas pese a ser muy considerada por sus congéneres. Aglaonice de Tesalia (II a.C), con grandes conocimientos de astronomía, analizó los ciclos de los eclipses lunares siendo capaz de predecirlos, cuestión, que como no podía ser de otro modo, le valió la consideración de bruja.

Estos pocos y primitivos ejemplos, que brotan sin apenas indagar, ya apuntan a varios aspectos invariables en esa extraña búsqueda y justificación del papel de la mujer en cualquier campo de las artes y las ciencias; su presencia constante a lo largo del tiempo, sus aportaciones en todos los terrenos del saber, su iniciativa y afán por el  conocimiento por encima de penurias, persecuciones y crueles normas sociales; su admirable voluntad para superar obstáculos añadidos a la imperdonable circunstancia de ser mujer y tener aspiraciones propias.

No hablamos, por tanto, de curiosidades o rarezas insólitas, de ridículas o extravagantes damas ociosas, de ambiciosas intrusas, de mujeres desleales a su género y a los elevados cometidos del hogar, la maternidad y la debida discreción reservados para ellas. Se trata de la mitad de la humanidad pensante y consciente, simplemente.

La cuestión quiénes, qué y cuánto han hecho las mujeres por la ciencia es una pregunta errada -un tanto paternalista, aunque pueda responder al sano deseo de reividicarlas - que transparenta una consideración vigente de que se trata de figuras anómalas ¿Se pregunta alguien qué han hecho los hombres por la ciencia?

La cuestión pasa por entender lo que ellas hicieron a través de esos tiempos en que fueron silenciadas, apartadas de los grandes titulares, cuestionadas profesionalmente, sustraídos sus logros, impedido el acceso a los premios, a los tronos académicos y a las entradas de enciclopedia que merecían, haciéndolas casi invisibles. Y porqué fue así.

Científicas en la sombra

La interminable nómina de casos a lo largo de la historia que podríamos traer a colación nos permite elegir libremente algunos de ellos -a algunas de ellas- para dibujar unos trazos de su biografía, en distintos tiempos y espacios.

Me gustaría recordar a Mary Anning (1799-1847), la “madre de la paleontología”, la joven inglesa indigente y sin estudios que sobrevivía vendiendo fósiles que recuperaba en las playas de Dorset. A ella se deben las primeras recuperaciones de algunos especímenes marinos prehistóricos y dinosaurios, que hicieron cambiar el concepto sobre el origen de la tierra. Si bien era consultada sobre sus hallazgos por numerosos especialistas, no se le permitió formar parte de la Sociedad Geológica de Londres. Fueron otros hombres científicos los que escribieron artículos sobre sus hallazgos que publicaron sin nombrarla.

Gabrielle-Émilie le Tonelier de Breteuil, Marquesa de Châtelet (1706-1749), vivía en otro mundo. Criada cerca de la corte del Rey Sol, casada por conveniencia con un militar y madre de tres hijos, había recibido una exquisita formación intelectual sin asistir a colegios ni universidades, gracias al concepto liberal de su padre. Fue una activísima estudiosa del álgebra y la física, y sin estarle permitido entrar en la Academia de París, fue la primera mujer a la que se le publicó un trabajo. Fue amante de Voltaire (entre otros) durante un largo periodo y creó con él una extensa biblioteca, siendo una de sus principales obras la traducción al francés de los Principia Mathematica de Isaac Newton. No pudo sin embargo liberarse del todo de sus cadenas femeninas; Voltaire, que no siempre reconoció su colaboración en diversos trabajos comunes, la definía como un gran hombre cuya única culpa fue ser una mujer. Y murió tras el parto de su cuarto hijo.

Lise Meitner (1878 - 1968) representa un caso más contemporáneo. Esta física austro-sueca, codescubridora de la fisión nuclear, por discriminación de género y racial (era judía) no recibió en 1944 el Premio Nobel, que fue otorgado en solitario a su colega de laboratorio, Otto Hann.

Aunque sus descubrimientos fueron clave para la construcción de la bomba atómica, se negó a participar en dicho proyecto, y dedicó su vida a defender el uso pacífico de la energía nuclear.  

Hubo de refugiarse en Suecia por las leyes antisemitas, donde acabó viviendo, y perdiendo sus cargos en la Universidad de Berlín. No obstante, recibió posteriormente diversos doctorados, menciones  y honores.

En la misma línea quiero citar a la británica Rosalind Franklin (1920-1958), doctora en física y química, cuya aportación al conocimiento de la estructura de la vida fue crucial al aplicar  la técnica de difracción de rayos X para capturar imágenes del ADN. Ella obtuvo la famosa "Fotografía 51", que fue esencial para identificar la estructura de doble hélice.

Su trabajo fue compartido sin su conocimiento entre Maurice Wilkins, James Watson y Francis Crick, quienes, en 1962, recibieron el Premio Nobel de Fisiología o Medicina por este descubrimiento, sin mención a Franklin, que había fallecido unos años antes, quizá a causa de su exposición a los Rayos X. Es un paradigma y un símbolo de las mujeres cuyos logros han sido usurpados y subestimados, aunque de forma póstuma hayan sido reconocidas.  

Y en un ámbito más cercano encontramos a María Moliner (1900-1981) destacada lexicógrafa, bibliotecaria y filóloga zaragozana, conocida principalmente por su monumental obra, el "Diccionario de uso del español" (DUE), una obra de referencia sobre el idioma español, mucho más que un simple diccionario y que se adelantó a las obras de la RAE por su carácter práctico. Archivera y bibliotecaria de profesión, fue apartada de cargos relevantes por el régimen franquista, debido a su afiliación a ideales republicanos. Trabajó en su hogar sin ayudas institucionales durante más de 15 años en el DUE, con un admirable rigor y dedicación, hasta la publicación de su obra en 1966-1967, compaginando la vida familiar de atención a su marido enfermo y a sus cuatro hijos. No llegó a ingresar en la Real Academia Española, pese a los múltiples elogios en vida, seguidos de los habituales homenajes póstumos.

Ellas son, pero hay infinitas más.

Y por si alguien sufre la ridícula tentación de menospreciar su feminidad, o de contraponer inteligencia y logros científicos a belleza y encanto, aún nos queda referirnos a Hedwing Eva María Kiesler, conocida artísticamente como Hedy Lamarr (1914-2000). Fue una actriz austriaca considerada una de las mujeres más bellas del mundo que comenzó una polémica carrera cinematográfica en Europa, asentándose en Hollywood en 1937 ante la amenaza nazi. Superdotada desde la infancia, casada por imposición de sus padres con un proveedor militar de Hitler y Mussolini que la retiró y encerró en casa, aprovechó para estudiar ingeniería, consiguiendo huir de Austria para retomar su carrera en Estados Unidos. Triunfó en el cine, pero también desarrolló la teoría del espectro ensanchado, precursor del wifi. Al estallar la Segunda Guerra Mundial, facilitó al gobierno norteamericano información sobre el armamento del ejército alemán y, trabajando para el departamento de tecnología militar, diseñó un sistema capaz de hacer saltar señales de transmisión entre las frecuencias del espectro magnético, para evitar que las señales de radio de la armada fueran interceptadas. Un método que fundamenta el uso actual de redes móviles, GPS, Bluetooth o wifi.

Además tuvo tiempo de inventar un sistema de semáforos, pastillas carbonatadas y de estudiar la mejora de la aerodinámica de los aviones;  y de casarse seis veces.

A ver quien supera eso.

[1] Más de 300 mujeres arqueólogas se posicionan como referentes en la versión española de Wikipedia - Colegio Profesional de Arqueología de Madrid; Herstory - Arqueologas

 

Un artículo de Zoa Escudero
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